jueves, 20 de agosto de 2015

El fetichismo del Poder - Luis Di Filippo


El siguiente ensayo de Luis Di Filippo (1902-1997), fue publicado inicialmente en 'Reconstruir' Nº 82, enero-febrero de 1973, Argentina. Años más tarde, el escrito fue rescatado por Ángel Cappelletti y Carlos M. Rama, para el libro 'El Anarquismo en América Latina'. Luego de compartir 'Liberalismo, Democracia y Socialismo Libertario', continuamos de este modo la transcripción progresiva de una selección de textos de interés histórico-filosófico presentes en dicha obra. (N&A)
 
Quien considera detenidamente su origen, ve que todos los Estados reposan sobre la violencia.

F. Guicciardini (1483-1540)



Pero el affaire Lin Piao demuestra que, como los soviéticos, los chinos gobiernan sobre las masas y no con las masas. Actualmente, la contradicción principal se produce entre pueblo y poder. Todos los pueblos contra todos los poderes. Porque los que están arriba, aunque con signos distintos, no tienen en cuenta a las masas, no las consultan, no gobiernan para ellas.

Mikis Theodorakis (Reportaje de Silvia Rudni. La Opinión, 3/9/72, Bs. As.)


EL LENGUAJE POLÍTICO incorporado al habla cotidiana de la gente común es significativo en cuanto expresa, más allá de su vulgaridad, algo que puede ser considerada una ideología compartida; o una manera colectiva de pensar y de sentir que refleja el grado de saturación que una idea, o un prejuicio, logra en el cuerpo social. No hay como prestar oídos a los «slogans» más enfáticos y más repetidos por lo contagiosos, para tener una noción bastante aproximada de cómo piensa la masa o de cuáles son sus creencias pensadas por otros.

Claro que el «slogan» es ambivalente: a veces determina, impone, una idea, una norma de conducta, una necesidad potencialmente sentida pero todavía no manifiesta; a veces solo refleja escuetamente, con su retórica autoritaria, un estado de ánimo difuso que necesitaba la frase contundente creada para ser repetida hasta convertirse en ciega convicción.

El lenguaje revolucionario, como todo lenguaje político, apela a la imaginación y a la fantasía, estimulándolas como si fuese una droga; es un lenguaje de ficciones, especialmente desde el punto de vista de la propaganda.

En estos momentos, revolucionarios por excelencia, ahora que las revoluciones ─no importa si dignas de tal nombre─ explotan por doquier, a granel, como los fuegos de artificio en noches festivas, iluminando con su resplandor pirotécnico todos los cielos del desarrollo como los del subdesarrollo; en estos momentos es cuando con más fecundidad la literatura revolucionaria o pseudo revolucionaria, crea su propio vocabulario o enriquece con nuevos matices inéditos el viejo léxico tradicional. Lo malo es que el espíritu desquiciador que corre parejas con el de la violencia subversiva pierde el sentido de los límites en la embriaguez de la lucha; no respeta nada en absoluto, ni siquiera algo tan respetable por lo inofensivo como el solemne diccionario de lengua que es como subvertir la lógica y el buen sentido, entre otros pecados menos graves.

Pero no vamos a detenernos ahora en problemas lingüísticos, ni de lógica formal; más bien deseamos ocuparnos de un problema que es de lógica, sí, pero de lógica política, de lógica dictada por la historia, de una lógica, en fin, que nace de la experiencia, y de una experiencia que viene de lejos aunque en sus expresiones lingüísticas parecen novedosas. Las reflexiones que nos sugieren las frases iniciales de estas digresiones pueden girar desde el comienzo hasta las últimas líneas de este trabajo, en torno una palabra mágica que ha adquirido la majestad gráfica de la letra mayúscula merced al prestigio que goza y a la cuantía de sus reverentes admiradores; nos referimos a la palabra poder, que en su manifestación política es el Poder. Esta palabra tiene conexión con la idea de máquina. También se la asimila a la idea de gobierno, de autoridad, de fuerza imperativa; aunque por algo se pregona la conquista del Poder con más énfasis que la conquista del Gobierno o del Estado. Pero aunque interesante el destalle, no es el caso de analizarlo ahora.

El pregón ─«conquista del Poder»─ aparece escrito en las paredes de las urbes, repetido en los escuetos mensajes que como partes de guerra comunican los grupos políticos beligerantes, beligerantes en el sentido menos metafórico del término; retumba el pregón en la caja de resonancia de los pechos juveniles enardeciéndolos hasta el heroísmo o hasta la crueldad gratuita. Se diría que sólo mediante esta llave mágica del Poder puede abrirse las puertas de un futuro venturoso, el mundo de la utopía hecho realidad; punto de arribo y de llegada de la gran aventura humana; pero no sólo las puertas que introducen a un hipotético futuro remoto, sino las que se abren al tránsito de logros más inmediatos, de aquí y de ahora.

No hace falta la posesión de antenas muy sensibles ni muy altas para captar las voces que con mayor abundancia vibran en el tiempo histórico actual: el proletariado al Poder, el Poder joven, el Poder negro, todo el Poder a los sindicatos, o todo el Poder a los soviets; esta última frase, no obstante expresar un ideal frustrado, puede ser considerada el comienzo de la epidemia verbal contemporánea; si faltaba una expresión poética en este repertorio de apetencias de Poder, ya la tenemos en la novísima consigna estudiantil: «la imaginación al Poder»…

Como suele ocurrir con lamentable frecuencia, los «slogans» de esta naturaleza nacen con fines revolucionarios, pero se prestan dócilmente a fines reaccionarios. No es fácil descubrir a simple vista cuándo la ficción revolucionaria encubre fines reaccionarios; pero en último análisis, en llegando a la conquista del Poder e instalados en él, lo más frecuente es que Revolución y Reacción se confundan como hermanos siameses. Es que en los dominios de la praxis, la lógica de las ideas no coincide con la lógica de los hechos; hay más: una lógica suele ser contradictoria de la otra, no obstante el ideal punto de partida común.

Por de pronto, lo primero que salta a la vista es que los más diversos y a menudo contrastes movimientos de la ideología revolucionaria, desde los marxistas ateos a los tercermundistas católicos, desde los que actúan en los países opulentos a los menesterosos, todos coinciden en considerar la conquista del Poder como el único medio de lograr sus fines; y coinciden también en los métodos de acción para esta conquista. Dicho en otros términos: todos coinciden en cultivar, teórica y prácticamente, una concepción autoritaria de la Revolución y, consecuentemente, absolutista del Poder. Claro que, con pudor superfluo, prometen la transitoriedad de su ejercicio absolutista del gobierno.

Sin embargo, a ningún «progresista» de ahora se le ocurre pensar que si hay algo anacrónico en la historia de las ideas y de las instituciones políticas es el absolutismo, desde el teocrático de remoto cuño al monárquico posterior, si bien hereda del otro la divinidad de su facultad autoritaria. Confundir el principio de autoridad divino con el principio de autoridad político es historia antigua. Pero se convierte, enmascarada, en la historia política moderna cuando se endiosa a los dictadores y a los tiranos, y cuando, de modo más impersonal surge el «mito del Estado», según la feliz expresión de Cassirer.

Si las palabras conservasen su genuina significación aun en el mudable diccionario político, habría que considerar legítimamente reaccionarios a los movimientos revolucionarios que de hecho restauran el absolutismo desembocando en el gigantismo burocrático, en el militarismo espectacular, en el centralismo unitario, con su «élite» omnímoda tan omnisapiente como omnipotente, «élites» que remedan las castas sacerdotales de remota historia.

¿Cómo vamos a descalificar ─tan luego en nombre de las ideas modernas─ a los movimientos revolucionario antiabsolutistas de antaño, que se impusieron a los monarcas constitucionales, que les despojaban de su presenta divinidad originaria, que al crear los tres poderes del Estado ─Ejecutivo, Legislativo, Judicial─ abrían el camino a la pluralidad del Poder, antecedentes de la dispersión del Poder, del pluralismo del Poder, del pluralismo político, meta digna de ser considerada revolucionaria precisamente por estar en las antípodas del anacrónico absolutismo unitario? Si este razonamiento careciese de lógica, lógica histórica, habrá que convenir en que merecen el calificativo de revolucionarios quienes cultivan la noción autoritaria y unitaria del Poder; y contrario sensu, el calificativo de reaccionarios quienes postulan la dispersión del Poder, o su reducción a medidas «humanas», antes que monstruosas. Lo que no deja de ser una ironía provocada por ciertas torsiones arbitrarias de lenguaje ahora muy en boga. 


LA EXPERIENCIA AUTORITARIA 


Después de la contienda denominada primera guerra mundial, partieron hacia la conquista del Poder con sus respectivas consignas revolucionarias tanto los fascistas de Mussolini, como los nacionalistas de Hitler, por una parte, y los bolcheviques de Lenin y Trotsky, por la otra. Pero no termina la aventura política, con la conquista del Poder; pues al Poder hay que consérvalo. Los conquistadores del Poder, instalados en él mediante la fuerza, no tienen luego inconveniente en apelar a los métodos más violentos para afirmarse en la posición conquistada. Los métodos «defensivos» son curiosamente semejantes en revolucionarios de derecha y en revolucionarios de izquierda; tanto los fascistas como los bolcheviques pusieron, como es lógico, implacable empeño en aplastar a «la reacción», sólo que el concepto de «reacción» varía de uno a otro frente revolucionario; los reaccionarios de Hitler y de Mussolini son los revolucionarios de Lenin y de Trotsky, y viceversa. Pero lo que interesa al observador sin anteojeras partidarias es advertir cómo unos y otros, tras la conquista del Poder, apelan a los mismos argumentos y a los mismos métodos no obstante levantar banderas doctrinarias contrastantes. En el fondo todo el aparato retórico que encubre la violencia propia de quienes dominan se reduce a una frase nada novedosa: razón de Estado. Es oportuno recordar a quienes presumen de «progresistas» que el fraile Campanella ─allá por 1600─ estampó en sus «Aforismos políticos» que «la razón de Estado es nombre inventado por los tiranos»…

Para mantenerse en el Poder violentamente conquistado nunca faltan buenas razones «históricas» y de las otras. Razones que obedecen a necesidades fatalmente impuestas por las circunstancias, máxime cuando una minoría temerosa tiene conciencia de que le falta una sólida base de sustentación popular espontánea: lo que suele ocurrir con los movimientos llamados «populistas» o populares. Cuando el pueblo no demuestra voluntaria adhesión al Poder revolucionario, los que están en el ejercicio del dominio se autojustifican diciendo que el pueblo no tiene todavía conciencia de la hora que vive: razonamiento que no osa expresar en público ningún populista que se precie. De aquí la necesidad de una dictadura púdicamente anunciada como transitoria: dictadura que por razones de eficiencia ejercerá una «élite» partidaria la cual, a su vez, por razones técnicas creará un jefe, un conductor, un líder, un héroe para el consumo interno.

Esta «élite» impondrá, también por razones prácticas, la unidad nacional quieras que no; organizará un partido único, designará un parlamento también único cuyos integrantes serán votados, pero no elegidos por el pueblo. Si hay algo incuestionable es la economía de esfuerzos físicos, morales e intelectuales que tal sistema produce. Estos regímenes de pueblo espectador pasivo, con su máxima autoridad y mínima libertad, suelen llamarse democracias populares. Para que este sistema autoritario funcione lo más pacífica y ordenadamente posible no basta con un aparato policial bien montado ni con un ejército mejor pertrechado, hace falta una prensa oficial única, cuyos redactores digan lo que el Poder quiere y nunca otra cosa; hace falta que toda manifestación periodística, editorial, literaria, artística y hasta científica esté severamente fiscalizada para impedir peligrosas infiltraciones heréticas o meramente inconformistas.

Lo trágico de estas necesidades que se producen por doquier con evidente monotonía desde hace medo siglo, es que los movimientos de liberación nacional en cuanto conquistan el Poder se convierten de libertadores en liberticidas. Es el caso de recordar aquí la reflexión de Will y Ariel Durant: «Nada es más manifiesto en la historia que la adopción por parte de rebeldes triunfadores de los métodos que condenaban en las fuerzas que derrocaron». Solo que, en homenaje a la verdad, los actuales rebeldes triunfadores perfeccionaron los métodos de los vencidos en magnitud y técnicas superlativas.

Los métodos terroristas incorporados al Poder revolucionario se justifican en las horas iniciales de la reconstrucción política y social por la necesidad de aplastar los residuos supervivientes del régimen vencido. Pero más tarde, el terror ya instalado y organizado en forma permanente actúa con la misma fuerza ya no contra los burgueses capitalistas, imperialistas o fascistas, sino contra los revolucionarios disidentes a quienes se acusa de contrarrevolucionarios. Al respecto, George Goriely llega a estas conclusiones harto significativas, en las páginas de la revista «Socialisme»: «En Ceylan ejercita el poder un grupo integrado por socialistas, comunistas y también un sector de trotskistas, quienes gobiernan poniendo en práctica cierta tradicional dialéctica socialista occidental. Pero el Oriente no es el Occidente; y estos revolucionarios luchan contra otros revolucionarios rurales dirigidos por estudiantes universitarios de la nueva izquierda que no acatan lo dictados de los jefes urbanos. Y el gobierno de izquierda en el poder se muestra tan ferozmente represivo contra la revuelta campesina como lo eran los gobiernos burgueses con respecto a los movimientos obreros1.

A la opinión de Goriely podemos sumar la muy categórica de un profundo intérprete del marxismo, Rodolfo Mondolfo. En un artículo polémico aparecido también en la «Crítica Sociale» (20 de enero de 1972), el maestro italiano recuerda estas palabras del Manifiesto Comunista redactado por Carlo Marx: «… a la vieja sociedad burguesa, con sus clases y sus antagonismos de clase (la sustituirá) una asociación en la cual el libre desarrollo de cada uno ha de ser la condición del libre desarrollo de todos»; Mondolfo acota: «esta exigencia fundamental es totalmente desdeñada y renegada por el leninismo cuya aspiración y cuyo esfuerzo están concentrados en la conquista del Poder».

Valgan estas citas de dos marxistas prestigiosos, porque a los llamados movimientos de izquierda, aun a los tercermundistas católicos, no se les cae de la boca el nombre de Marx a quien posiblemente conocen de oídas o a través de la versión oportunista de los intérpretes moscovitas, pekineses y hasta… habaneros. Pero como en este orden de opiniones críticas lo que abunda no siempre daña, valga también el juicio de un escritor revolucionario ajeno a la heterogénea y prolífica familia que se considera descendiente de Marx, nos referimos al pensador libertario Luis Fabbri, quien ya en 1921 expresaba: «… Carlos Marx concebía para la revolución un proceso democrático-obrero, no dictatorial. Quería, eso es, un gobierno socialista democrático, que usase el puño de hierro, ciertamente, contra la burguesía, pero que dejase al proletariado y a las varias fuerzas y corrientes socialistas esas libertades que suelen llamarse democráticas (de voto, de prensa, de reunión, de asociación, de autonomía locales, etc.), en cuanto se basaban sobre la prevalencia de las mayorías a través del sistema de representaciones».

¿Por qué, entonces, los que anhelan la conquista del Poder y quienes se aferran a él después de conquistarlo ponen empeño en cubrir con el nombre de Marx y la interpretación escolástica de la doctrina, el terrorismo de Estado al servicio de la dictadura no ya del proletariado sino sobre el proletariado? Habrá que convenir en que no le faltaba razón a Plejanov cuando ─conocedor del paño─ afirmaba: «la culpa no es de Marx, sino de aquellos que dicen tantas tonterías en su nombre».


UNA IDENTIFICACIÓN SOFISTICADA


Es que se ha identificado la conquista del Poder con la Revolución como si fuesen la misma cosa. Manera bastante infantil de reducir a términos de simplicidad minúscula un problema de complejidad mayúscula.

No es el Poder, sino la Sociedad lo que se debe «conquistar» para la revolución; pero si es posible conquistar por asalto el Poder, no es posible conquistar la Sociedad del mismo modo. Al Poder se puede llegar audazmente por un atajo; a la Sociedad solo se le conquista, o transforma o renueva, transitando un largo, paciente, quizá sinuoso camino.

El drama de los revolucionarios que han conquistado el Poder que para mantenerse en él no pueden prescindir del aparato burocrático centralizado, ni del militar imponente, ni del policial implacable, consiste en que a medida en que el tiempo transcurre se hace más tajante el divorcio entre la Sociedad y el Estado, pues se cristalizan los aparatos provisorios de dominio con destino de perennidad. Lo que equivale a decir que más está en auge el estatismo que el socialismo, términos que tienden a confundirse maliciosamente, pues el dominio del Estado sobre la Sociedad es el imperio de la parte sobre el todo, dominio que por su índole tiene que ser fatalmente violento tanto en sentido moral como físico.

Parece innecesario destacar que la sumisión de la Sociedad al Poder político ocasional entraña carencia de libertad para el individuo, para la manifestación espontánea de toda personalidad, para el desarrollo del espíritu crítico de cuya raíz ha nacido todo pensamiento revolucionario en su momento inicial; carencia de autonomía y posibilidad de desarrollo para las creaciones societarias culturales, económicas, y de cualquier otra índole; mengua, en fin, para todo lo que el humanismo considera desde siglos «la dignidad humana», herencia intelectual y sentimental que las corrientes revolucionarias libertarias llevan a sus más radicales consecuencias, sin que dejen de ser compatibles los conceptos de sociedad y de individuo, de organización y de libertad, de orden y de autonomía, de disciplina espontánea y de solidaridad racional.

Cuando aparece en forma tan relevante este fenómeno de sumisión de la Sociedad al Estado, puede decirse que se ha producido una fractura de la Sociedad dividiéndose en dos fuerzas antagónicas: la Sociedad civil por una parte y la Sociedad política por la otra. Pero la Sociedad política del lenguaje académico sociológico se reduce, en última instancia, a la «élite» gobernante, al equipo representativo del Partido dueño del Poder, y solo por exceso de imaginación puede decirse que es la clase quien asume la conducción del proceso en marcha. Vamos a decirlo con palabras de Luis Fabbri: «El Estado, es decir la institución gubernativa que hace las leyes y las impone por medio de la fuerza coercitiva, con la violencia o la amenaza de la violencia, tiene una vitalidad propia y constituye con sus componentes estables o electivos, con sus funcionarios o magistrados, con sus gendarmes o con sus clientes, una verdadera y propia clase social aparte, dividida en tantas castas cuantas sean las ramificaciones de su poder; y esta clase tiene sus intereses especiales, parasitarios o usurarios, en conflicto con los de la colectividad restante que el Estado pretende representar». Es oportuno recordar que estas consideraciones de Fabbri es, por otra parte, continuidad del de Malatesta quien, a su vez, a fines del siglo pasado expresaba que «… los gobernantes constituyen por sí mismos una clase, y entre ellos se desarrolla una solidaridad de clase mucho más poderosa que la existente entre las clases fundadas sobre privilegios económicos».

Es importante, para comprender el sentido del fetichismo del Poder, este poco frecuente reconocimiento de que el Estado, la burocracia inherente, el aparato político gobernante, todo lo que sirve a la voluntad y ejercicio del Poder, forman una clase, o casta, poco menos que autónomas en relación con la Sociedad civil que la nutre y soporta.

El hecho de que la actitud crítica y decididamente opositora hacia el desarrollo del concepto fetichista del Poder se manifieste con especial énfasis a través de las diversas corrientes doctrinarias que circulan bajo el común denominador anarquista ─no obstante sus diferencias─ no quita que tomemos especialmente en cuenta algunas manifestaciones de Marx al respecto por lo mismo que hacen uso y abuso de la literatura marxista los revolucionarios que identifican Revolución y conquista del Poder. En su «El 18 de Brumario de Luis Bonaparte», Marx escribió: «Ese Poder, con su enorme organización burocrática y militar, con su complicado y artificioso mecanismo, cual espantoso parásito que aprisiona a manera de red el cuerpo de la sociedad francesa y le cierra todos los poros, nació en la época de la monarquía absoluta. Todas las revoluciones sólo sirvieron para perfeccionar la máquina gubernativa, antes que hacerla añicos. Los partidos que alternativamente luchaban por la supremacía consideraban la conquista de este enorme edificio como el botín reservado al triunfador».

No faltará el consabido escolástico con su manía interpretativa «sui generis» que nos diga: ese juicio tan despectivo de Marx va referido a un poder burgués o contrarrevolucionario. Como si el Poder revolucionario adquiriese técnica y moralmente otras características, como si la «enorme organización burocrática y militar» no fuese también en el Poder revolucionario una red que aprisiona el cuerpo de la sociedad cual espantoso parásito, según la plástica frase de Marx. Y si Marx hubiese vivido en estas últimas décadas del siglo XX, comprobaría cómo, en efecto, con el transcurso del tiempo y los cambios políticos habidos, se ha perfeccionado la máquina gubernativa; ninguna se hizo añicos, mucho menos las que adorna sus desfiles militares impresionantes del 1º de mayo con el retrato gigantesco de Marx. Estamos seguros, además, que a Marx le sorprendería la persistencia de este estilo de organización social nacido «en la época de la monarquía absoluta».

Aún los cambios más dramáticos que una y otra vez alteran la superficie de las sociedades no logran atacar la raíz del Poder. «El Estado moderno no es otra cosa que el rey de los últimos siglos, que continua triunfalmente su trabajo tenaz sofocando todas las libertades locales, nivelando y uniformando sin descanso»: escribió P. Viollet2, tras considerar que «nuestra noción de Estado omnipotente es, bien mirada, el mismo instinto directriz del Viejo Régimen erigido en doctrina y en sistema».

No fue con ironía que Rousseau escribió en una carta al Rey ─9 de julio de 1790─ estas palabras harto elocuentes: «La idea de formar nada más que una clase de ciudadanos le hubiese gustado a Richelieu; esta superficie igual facilita el ejercicio del poder…»

La frase de Rousseau ─«superficie igual»─  se traduce en el lenguaje político actual por sus equivalentes: partido único, clase única, unidad nacional, frente único monolítico; frases que tienden a la uniformidad, a la disciplina, a la obediencia conformista, bajo el imperio del Poder absoluto; a igualar la superficie, lo que facilita el ejercicio del Poder.
Es cierto, que de tanto en tanto aparece en la cúspide del Poder un «democrático» jefe que puede exclamar con todo derecho «el Estado soy yo», como lo hiciera el monarca francés. Pero lo más frecuente es que tal fetiche encarnado ─Hitler, Mussolini, Stalin, quizás mañana Mao y Castro─ son reemplazados tras el natural desgaste por equipos que dan la sensación ilusoria de pluralidad y diversidad aunque de hecho subsiste unicidad del Poder cuya base está en la élite partidaria y cuya permanencia asegura «su enorme organización burocrática y militar, con su complicado y artificioso mecanismo», al decir de Marx.

Este fenómeno político, y psicológico también, que vemos como una constante en la historia, parece dar razón a quienes suponen, cierto que a título de hipótesis, la existencia de una «voluntad de mandar» en armonía con una «voluntad de obedecer». Pero, en homenaje a un concepto más optimista del hombre, digamos que la voluntad de mandar es espontánea y visible, en cambio la voluntad de obedecer no es espontánea y sólo son visibles sus manifestaciones aparentes, superficiales, y frecuentemente organizadas por el aparato oficial, engañosas por lo tanto, como esas manifestaciones «masivas» que llenan las plazas donde se aclama el discurso del jefe delirante, el consabido monólogo del héroe histriónico que hipnotiza a las multitudes secuaces esas mismas multitudes que otro día arrasarán retratos y estatuas en la hora inevitable del derrumbe del fetiche.

Las huestes organizadas en partidos para fines revolucionarios, presas de natural impaciencia, eligen el camino corto del Poder. Pero la experiencia demuestra de inmediato que el Poder revolucionario no es la Revolución. Cuando la embriaguez del éxito fulminante se disipa y la conciencia crítica se aclara, se descubre que el Poder concebido como un medio se convierte en un fin; que allí se cristalizan otros intereses imprevistos y echan raíces otras emociones insospechadas. Por lo general, si el análisis crítico se ahonda se descubre que el Poder es la contrarrevolución, por más que desde el Poder se acuse de contra revolucionario a todo movimiento o juicio personal discrepantes, no importa si esta discrepancia tiende precisamente a reivindicar los ideales y los métodos genuinos de la Revolución abandonados en el camino.

La experiencia revolucionaria de estos últimos años abona tales afirmaciones realistas aparentemente escépticas. La experiencia revolucionaria anterior, que la historia registra, demuestra por otra parte hasta qué punto las viejas frustraciones se parecen a las nuevas.

No se le pondrá negar a Proudhon experiencia revolucionaria. Aquel pensador francés, hombre de acción al mismo tiempo, puso su dedo crítico en la llaga de los movimientos populares dirigidos hacia la conquista del Poder. Pierre Ansart, en su obra «Sociología de Proudhon», señala que «el fracaso de la revolución, aún cuando muy amargo, no es para Proudhon una sorpresa inesperada dado que conoce bien las debilidades del movimiento obrero»; y señala entre estas debilidades dos importantes: «la persistencia de los mitos cesarianos y el mal criterio para resolver la lucha de clases». Proudhon, en efecto, denuncia que ese movimiento «se complace en lo grande: la centralización, la república indivisa, el imperio unitario. Por esa misma razón, es comunista». Agrega Ansart que Proudhon «señaló algo que criticó en todo momento durante la revolución de febrero; la ciega confianza en el Poder del Estado y el error fundamental de pensar que la reforma política puede aparejar la reforma económica».

Proudhon tenía frente a sus ojos la presencia de Napoleón III. De haber vivido en este siglo nuestro, le parecería un César minúsculo aquel Emperador francés comparado con los césares fascistas y proletarios de hogaño aclamados por las multitudes en las plazas italianas o alemanas, o soportados silenciosamente por las multitudes rusas sordas a los ditirambos de los adictos sumisos, muchos de éstos, intelectuales de nota dentro y fuera de Rusia, más fuera que dentro…

¿Y, entonces, a qué se debe el perenne prestigio del fetiche autoritario? Se debe, quizás, a que muchos piensan «que por encima de cada uno existe una entidad fantasmagórica, abstracción del organismo colectivo, una especie de divinidad autónoma, que no piensa con ninguna cabeza concreta, pero que no obstante piensa; que no se mueve con determinadas piernas humanas, pero que no obstante se mueve»3; estas palabras del marxista italiano A. Gramsci sirven admirablemente para caracterizar el fetichismo del Poder, aunque su autor no las escribió precisamente para darles el mismo destino que nosotros les hemos dado.

El punto de partida fundamental que engendra esta fe en la eficacia del camino estatista para alcanzar una meta revolucionaria está en la identificación de los conceptos de Sociedad y de Estado. Pero tan grave como esta falsa identificación es la otra ideal y sentimental que consiste en suponer que conquista del Poder y revolución social son equivalentes. Es cierto que ningún teórico serio creerá semejante falacia; no es menos cierto que, cuando más, el sociólogo revolucionario dirá que la conquista del Poder es tan sólo un paso previo indispensable para el ulterior proceso de cambio; también es sabido que la dictadura del proletariado es pregonada como una fatalidad transitoria; pero toda esta literatura harto conocida, a veces de estilo académico, no es la que las masas captan íntimamente. A las masas se las alimenta con «slogans», consignas, fetiches espirituales, dogmas contundentes. Y es precisamente esta literatura facciosa de consumo masivo la que se convierte en ideología seductora, o mejor dicho en pseudo ideología.

Los últimos en llegar a engrosar las filas del fetichismo autoritario son los llamados sacerdotes del Tercer Mundo, quienes de la noche a la mañana se han convertido en maestros de la subversión tras un brevísimo aprendizaje en las escuelas del mesianismo revolucionario. En una de sus últimas reuniones habidas en Carlos Paz (Provincia de Córdoba), llegaron a conclusiones nada insólitas en este tipo de asambleas post-conciliares. Una de las conclusiones, que repetimos por harto significativas, hace referencia a la «liberación que el pueblo va gestando a través de largos años de lucha, y que implica la toma del Poder por las mayorías populares»… Este tópico de la toma del Poder por las mayorías populares es una fantasía retórica. Las mayorías populares no actúan en la toma del Poder, apenas si la apoyan. La verdad es que la toma del Poder, por razones técnicas o por fatalidad histórica, está a cargo de minorías bien adiestradas las cuales no son necesariamente de extracción «popular», salvo que al término popular se le dé tanta elasticidad que quepan en él los más heterogéneos elementos de la sociedad. Lo único incuestionable es que las llamadas mayorías populares han de soportar, quieras que no, el dominio de las minorías que invocan su representación no siempre legítimamente habida y otorgada. Se diría que para los tercermundistas escribió Proudhon hace un siglo estas palabras: «Poned a un San Vicente de Paul en el Poder, se convertirá en un Guizot o Talleyrand». Por su parte, Lenin, que algo sabía del arte político revolucionario, en «¿Qué hacer?» (1902), expresaba: «Hemos dicho que no podría haber aún una conciencia social democrática entre los trabajadores. Esto sólo podría procurársela desde afuera». Y como esa «conciencia social democrática» tampoco había madurado, al parecer, desde 1917 en adelante, los bolcheviques «desde afuera» se encargaron de imponerla violentamente; sin éxito hasta la fecha, como lo demuestra el aparato dictatorial subsistente.

A los pocos días de la citada declaración tercermundista, el presidente de Chile, que conquistó el Poder merced a una coalición electoral de izquierda, se vio en la necesidad de amenazar no a los burgueses opositores, sino a sus propios partidarios: «usaré de la fuerza si es necesario para terminar con las ocupaciones ilegales de tierras fiscales y particulares»… Parece obvio subrayar que estos ocupantes «ilegales» de tierras son campesinos menesterosos, parte de esas mayorías populares que los tercermundistas alientan para la toma del Poder.

Como se ve, «la toma del poder por las mayorías populares» no siempre favorece en la medida soñada «la liberación que el pueblo va gestando a través de largos años de lucha»… No debemos sorprendernos mucho en presencia de estos dramáticos contrasentidos aparentes. Ya Landauer, a comienzos de este siglo, en sus escritos sobre «La Revolución» se refería a «los jóvenes partidos revolucionarios que a veces gradualmente, o en unos pocos meses cuando el tiempo corre impetuoso, terminan por seguir los mismos pasos de aquellos contra quienes se revelaron». El mismo Landauer cuyo profundo pensamiento y heroica conducta revolucionaria reconocen hombres de muy alta jerarquía intelectual, como Buber, dice en la misma obra: «Llegará el tiempo en que se verá más claro lo que Proudhon, el más grande entre los socialistas, dijo en palabras imperecederas aunque hoy olvidadas: que la revolución social no tiene ninguna semejanza con la revolución política»…

El fetichismo de la conquista del Poder forma parte de la revolución política antes que de la social; tiene ante sus ojos la imagen hechicera del Estado antes que la visión concreta de la Sociedad.


LOS CONVERSOS NEOSOCIALISTAS 


Los distintos movimientos y partidos que se autodefinen revolucionarios, y lo son por sus métodos de acción, postulan la conquista del Poder para realizar el socialismo. No sospecharon los socialistas del siglo pasado ─utopistas o científicos─ que esa palabra tan «peligrosa», tan combatida hasta exorcizada como idea diabólica, llegaría a convertirse en término vulgar, en palabra de uso común. Menos sospecharían que el término «socialismo» pudiese integrar palabras compuestas como «nacional-socialismo» y otras por el estilo, doctrinas híbridas en las cuales la idea socialista se mezcla tanto con el término complementario como el aceite con el vinagre…

Pero, en estos momentos, parece que no hay palabras con más fuerza catequista que la palabra socialismo. Es una etiqueta que sirve para cualquier brebaje. Palabra echada a perder, que será difícil rescatar de la turbia confusión mental en que se la sumerge. Mucho antes de que apareciesen estas manifestaciones espurias de socialismo, Landauer decía que en ese socialismo «se vuelven a encontrar todas las formas del capitalismo y de la reglamentación y como ellas hacen progresar hasta la última perfección la tendencia que hoy existe a la uniformidad y a la nivelación… del proletariado; del establecimiento capitalista ha surgido el proletariado del Estado… todos los seres humanos sin excepción son pequeños funcionarios económicos del Estado». Solo que ─esto no pudo ver Landauer─ entre estos «pequeños funcionarios económicos», los hay aprovechados satisfechos; los más son sufridos productores insatisfechos.

A los pseudos socialistas improvisados les encanta la centralización que el Poder organiza, que acrecienta los atributos del Estado, y que lógicamente, va en detrimento de la iniciativa individual, cooperativa, comunal, sindical, social. Es un socialismo que desprecia a la Sociedad; un guiso de liebre sin liebre. No se comprende cómo puede merecer el calificativo de socialista un Estado que para afianzarse necesita absorber las fuerzas de la Sociedad supeditándolas con férrea voluntad de dominio. Proudhon vio claro en la confusión cuando, al tener presente la experiencia de 1848, señalaba que «los demócratas, todavía víctimas del mito, depositaron su confianza en un poder superior en vez de encaminar sus esfuerzos hacia una transformación de las bases sociales… El ciudadano que se adhiere indiscriminadamente al mito del Estado hace de él una causa superior independiente, espera de él protección y remedio para sus males, tal como el creyente acepta la realidad de su Dios, de quien aguarda una acción benéfica»4. ¿Habrá logrado imantar, el mito del Estado, la presunta mística de los sacerdotes tercermundistas?

Los conversos al socialismo presumen de nacionalistas para que no se los confunda con los internacionalistas de viejo cuño: «¡Proletarios del mundo, uníos!». En realidad son más nacionalistas que socialistas; y de acuerdo con lo que podríamos considerar tradición en el nacionalismo, estos presuntos socialistas son, correctamente hablando, estatistas. A estos conversos, más nacionalistas que socialistas, que han inventado un «socialismo nacional», como quien dice, un socialismo casero, para uso nostro se dirigía Proudhon hace un siglo, en una famosa polémica con Herzen: «Esos que hablan tanto de restablecer la unidad nacional sienten poca inclinación por las libertades individuales». Fue profeta el revolucionario francés. Todos los movimientos nacionalistas del tercer mundo africano, asiático y sudamericano, son liberticidas; todos, mutatis mutandis, siguen el modelo de las democracias populares donde se ha tomado muy en serio aquella irónica frase de Lenin: «la libertad es un prejuicio de pequeño-burgueses”.

El descrédito de la doctrina socialista, sea ésta autoritaria o libertaria, no puede ser mayor si se piensa que no hay régimen militar sudamericano, más o menos nasserista ideológicamente, que no se cubra con el nombre del socialismo; si faltaba una variante pintoresca del socialismo de Estado, ya lo tenemos: socialismo militar o militarismo socialista.

Entre el socialismo de los cuarteles y el socialismo de los conventos, el socialismo genuino, marxista o proudhoniano, aparece transfigurado impunemente en un arlequín carnavalesco.

Estos conversos neosocialistas no han contribuido con nuevos aportes a enriquecer el acervo teórico o práctico del socialismo tradicional; tienen, eso sí, el triste privilegio de haber logrado en cierta medida el desprestigio de una idea, de una doctrina, de una ética, tan noble y tan suscitadora de hechos, conductas y esperanzas heroicas, tan dignas, en fin, de mayor respeto.

Pero no seamos excesivamente severos en nuestro juicio negador. Habrá que reconocerles por lo menos, a estos parásitos del socialismo auténtico el mérito de haber convertido a una palabra temida y poco menos que impronunciable durante mucho tiempo, en un concepto que transita libremente por los caminos de la política, aunque inmerso él también en el caos mental que caracteriza esta época de dramática transición.


Luis Di Filippo


* El presente ensayo fue publicado en Reconstruir (Nº 82 enero-febrero de 1973)(A.J.C.) 

Notas



1 Crítica Sociale. Abril de 1972.

2 «Le Roi et ses Ministres durant les trois dernieres siècles de la Monarchie». París, 1912. (Cita tomada de El Poder, de B. de Jouvenel).

3 Gramsci, Note sul Macchiavelli, Einaudi, 1949.

4 Ansart, Sociología de Proudhon, Ed. Proyección, 1971.

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